Un té con Johana

TéR

Ventanas azules. Cortinas sintéticas. Entre las cortinas y las ventanas, un wolswagen blanco con una franja roja en la que se leía: Polizei. Un avión con un aviador aplastado, un burro de grandes orejas negras caído sobre un grenlim furioso. Cintas brillantes, figuras de Papá Noel, cajitas de regalo envueltas en papel de plata. Como si fuese Navidad. O mejor, como si varias navidades se amontonasen unas encima de otras, gastadas, tristes, decoloridas.

Yo observaba con curiosidad los adornos de la ventana. Los cristales reflejaban las raquíticas amapolas rosa y violeta del jardín. Me sobresalté cuando se abrió la puerta y salió de la casa una niña que, sin mediar palabra, me invitó a tomar el té. Tras la niña esperaba un perro enano, dócil y esponjoso, con el cuello engalanado también con cintas doradas y cascabeles.
-¿Estás sola? –le pregunté.
-No, mi padre está dentro. No puede andar.

La niña me cogió de la mano y me guió al interior de la casa. La puerta de la entrada daba directamente a la sala. Había un montón de juguetes desperdigados por el suelo: un pingüino de peluche, una muñeca desnuda, un trenecito de latón, un triciclo de plástico amarillo y rosa y, de nuevo, los viejos adornos de Navidad. Cerca de la estufa de gas, acostado en el sofá, un hombre dormía con las piernas recogidas bajo una manta.

Me incliné sobre él con la intención de saludarlo. Él despertó e intentó incorporarse pero no pudo. Sólo fue capaz de levantar la cabeza y sonreír sin ningún interés, atontado. Estaba cuidadosamente afeitado, el pelo limpio. Me sorprendió el confortable aroma a colonia de bebé que desprendía. El hombre me miró con recelo, pero la niña le cogió la mano y le explicó:
-Papá, esta señora viene a tomar el té.

El hombre volvió a sonreír, esta vez con una sonrisa fría y triste. Cerró los ojos y se durmió de nuevo.

La niña me pidió que la acompañase a la cocina. La cocina era grande, con alacenas, nevera, una tele, una mecedora de madera y media docena de sillas pintadas de amarillo. La mesa, también amarilla, estaba cubierta con un hule estampado con dibujos de Blancanieves y los siete enanitos. La niña comenzó a disponer tazas y cucharas, tetera y azucarero, mientras esperaba que el agua hirviese en la pava colocada sobre la estufa. Yo no podía saber los años de la chiquilla, pero calculaba que no tendría más de nueve o diez. Le pregunté la edad y la niña me respondió que ya era mayor y que ella se encargaba de todo: de limpiar la casa, de cocinar, de cuidar al padre, de hacer la compra. También iba al colegio y, si no podía ir, se quedaba en casa y planchaba la ropa, estudiaba y veía la tele.
-¿Qué le ocurre a tu papá? –le pregunté.
-Fue el gas de la estufa. Antes del accidente trabajaba en el mar, en las plataformas de petróleo.

Le dije mi nombre con la intención de que ella hiciese lo mismo. Y lo hizo.
-Johana Diesser Vega.

La niña se movía por la cocina disponiendo la merienda en platos y tazas, como si estuviese jugando a las casitas. Quizás la niña no supiese que no se trataba de un juego, sino de la vida real pero, a pesar de ese temor, no dejaba de asombrarme la disposición de la chiquilla.
-Johana, eres una gran anfitriona. No sé como una chiquilla como tú puede con todo.
-La hermana Marcovich viene por las mañana para ocuparse de papá. Lo asea, lo afeita, le da el desayuno y le reza las oraciones.
-¿La señora Marcovich es hermana de tu padre?

Johana se echó a reír y se dirigió a mí como si fuese yo la chiquilla y ella la mujer adulta.
-¡No, tonta! La hermana Marcovich es una mujer de la Iglesia Evangélica. ¿No has visto la iglesia? Está al principio de esta misma calle –la niña se quedó un momento callada, recogida en un silencio reverente y, después, como si mirase su propia alma dijo: Dios es nuestro consuelo y amparo.

Por fin, la bandeja de alpaca estuvo lista para llevarla a la sala. El perrito, adornado como un árbol de Navidad, se pegaba a las piernas de Johana.
-¿Sabes leer, verdad? –me preguntó. Cogió un libro de encima de la tele y me lo ofreció. Cuando lo tuve en las manos observé que estaba sucio, pegajoso- Es para que nos leas a papá y a mí la oración de la tarde.
-¡Claro que sé leer! ¿Y tú, sabes leer?
-Claro. Sé leer en español y también en alemán porque me enseñó el abuelo. El abuelo murió cuando ocurrió el escape de gas, pero Dios en nuestro consuelo. La hermana Marcovich me enseña a leer en croata, ella es croata aunque haya nacido en el pueblo –la niña insistió en que abriese el libro que me acababa de entregar- Después de tomar el té, tienes que leernos algunas oraciones.
-¿Tú no sabes leer las oraciones?
-Claro que sé. Pero prefiero que las leas tú para recogerme en mi alma y sentirlas por dentro.
-¿Y que lees en alemán?

Johana dejó de dar vueltas por la cocina, se quedó quieta y cerró los ojos. Se puso rígida. Sobre el burbujear del agua que hervía en la pava, recitó sin pausas y sin ninguna emoción un texto aprendido de memoria.
-Mein kampf aus dem kapitel im elternhaus als glückliche bestimmung gilt es mir heute, dass das schicksal mir zum geburtsort gerade braunau am inn zuwies…-Johana abrió los ojos, alarmada- No puedes decirle a papá que sé esto, a la gente no le gusta. Es de un libro del abuelo que se llevó la hermana Marcovich. ¿Te gusta el libro que se leer?
-Prefiero que me hables de los juguetes de la sala. ¿Son todos tuyos?
-Sí. Antes los traía papá cuando regresaba de las plataformas de petróleo.
-¿Entonces, también es tuyo el coche de policía de la ventana?
-No. Los juguetes de la ventana son de Hermann. En realidad, todos los juguetes son de Hermann, incluso los de la sala.
-¿Hermann?
-¡Ay, sí, tonta! Herman, mi hermano. ¿Quién crees que es Hermann? Pero no le hables a papá de Hermann.

Johana había dispuesto en la bandeja tres tazas de té, tres cucharas, el azucarero, tres servilletas, tres trozos de tarta de nata. Se encargó de la bandeja y me pidió que llevase yo la tetera y el libro de oraciones. Pero antes de salir de la cocina, me miró fijamente e insistió:
-No puedes hablar de Hermann con papá. Tampoco menciones a mamá, se pone muy triste. Y no le preguntes por el accidente del gas. Hablemos de cosas bonitas.

No pude evitar preguntarle dónde estaban su madre y Hermann, pero la niña continuó dándome órdenes.
-Háblale de Nueva York. ¿Has estado alguna vez en Nueva York? Papá sí, cuando era joven. A papá le gusta que le hablemos de Nueva York. Tampoco le hables de Dios ni de la hermana Marcovich. Odia a la hermana Marcovich porque le habla todo el tiempo de Dios. Papá no sabe que Dios es nuestro consuelo y amparo.

Tras unos minutos en que Johana permaneció inmóvil, recogida en su propia alma, salimos las dos de la cocina. La niña iba delante, erguida y segura. Yo caminaba detrás, confusa y asombrada. Antes de entrar en la sala, Johana se detuvo. Ni siquiera se giró para hablarme. Permaneció erguida, rígida, agarrando la bandeja. Podía ver, desde mi altura, su pelo negro, brillante, un poco salvaje, arreglado con una diadema de diminutas figuras de Papá Noel. En un momento determinado se giró y me miró a los ojos con una sonrisa fría, estática, en el rostro.
-A él le gusta la Navidad. Puede que sea por Hermann, porque Hermann se volvía loco con la Navidad. Desde que se marcharon Hermann y mamá, siempre es Navidad en casa. Así que, si quieres, hablamos de la Navidad.
-¿Pero donde está tu madre, Johana?
-Dios es nuestro consuelo -respondió sin emoción, de la misma forma monótona con la que había recitado el inicio de Mein kampf.

Agitando los cascabeles, el perrito se sentó a su lado. Entonces, la niña cayó en la cuenta de que su respuesta había sido para mí la confirmación de la muerte de la madre y de Hermann, seguramtente por el escape de gas. Se puso seria y, tan seria, me miró con desagrado. Me dio la espalda y, justo cuando entrábamos en la sala, me dijo muy ofendida:
-Será mejor que te tomes el té y no hables de nada.

El perro me mostró los dientes y casi me entró la risa al ver a aquel animal enano, que cargaba con el peso brillante de varias navidades, enfrentárseme. Pero no me reí porque, sin esperarlo, auyó como si fuese un lobo. Inquieta por la súbita agresividad del perro y la indiferencia de Johana, me tomé el té de prisa y me marché.

Ni siquiera se me ocurrió despedirme del hombre que dormía bajo la manta y olía, confortable, e inocente, a colonia de bebé.

Texto y fotografías: Anxos Sumai.
Un té con Johana. Inédito. Santiago de Compostela, verano de 2014.
Fotografía: Un té en Elefantina (Exipto), marzo de 2013.