Tattoos & Narco Corridos

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Puso los pies en los primeros escalones de la escalera mecánica de la estación de buses, quería subir desde los andenes hasta la segunda planta. Cuando comenzó a elevarse miró a la gente que aguardaba, inmóvil bajo la luz grisácea que resaltaba la suciedad del suelo. Al levantar la mirada s encontró con la serpiente negra que se le enzarzaba en el antebrazo derecho. Se percató de la satisfacción, del orgullo que le producía justo aquel tattoo, el primero de todos. Con la serpiente, inesperadamente, comenzaron a pasarle por la cabeza al ritmo lento de la escalera, sus antiguas adicciones.

Había superado varias desde la adolescencia. Primero fue el tabaco, comenzó a fumar a los once años. Después fue el alcohol, comenzó a beber cerveza a los trece. A los dieciocho, se entusiasmó con la cocaína, que fumaba y esnifaba con una insensata frecuencia. Poco a poco fue dejando atrás los hábitos más tóxicos. O mejor: los depuró y, al cumplir los cuarenta, ya había pasado de fumar compulsivamente tabaco barato a gozar de los cigarros habanos. También sobre los cuarenta, despreció la cerveza, los cubatas y los gintonics de larios y aprendió a beber, demoradamente, vinos de calidad y whisky de la isla Islay, ese que sabe a musgo. La coca le costó, no la dejó hasta que alguien le puso delante los cristales brillantes del MDMA.

Al mismo tiempo que se producía la depuración de sustancias tóxicas, evolucionó su gusto musical: la música también le era adictiva. Considerando solamente los dos últimos años, había pasado del hip hop al death metal e del death metal, en una incomprensible voltereta del destino, se obsesionó con los narco corridos. Fue el momento, entonces, de la correspondiente depuración: del hip hop se quedó con un grupo japonés que descargó de iTunes, del que desconocía el nombre porque, obviamente, no sabía leer signogramas. Del death metal se cansó pronto aunque de vez en cuando ponía algún tema del álbum When Satan lives de Deicide. La evolución en los gustos musicales se había producido desde su juventud con cierta coherencia, hasta caer en la inexplicable adicción a los narco corridos.

De los narco corridos aprendió palabras nuevas -morra, abonero, desgüezar, melate, plebada, chingo…- y descubrió inesperados significados para palabras conocidas: lobo, lana, costal, mamar, cocina… Igual que con el hip hop y el death metal hizo una depuración exquisita: se quedó con Sergio Vera El Shaka. La voz de El Shaka le sonaba a una mezcla de la voz de Joaquín Sabina y la de Víctor Manuel, algo ciertamente curioso porque no le gustó nunca ninguno de los dos. Pero esa era una de las razones con las que justificaba su elección , también, porque consideraba que las letras de El Shaka eran las más cuidadas. Pero sobre todo, se quedó con él porque los sicarios de algún cártel lo balearon cuando, en un cadillac rjo, se dirigía a un concierto en Chihauita.

Le resultaba fascinante que El Shaka hubiese como en un narcocorrido. Admiraba ese valor del cantante para enfrentarse a la muerte cada vez que subía a un escenario, se le erizaba la piel con su osadía. Una fuerza inconcreta pero poderosa le subía por las venas sólo con pensado. Al escuchar las canciones repletas de violencia, se volvía grande, más gran que nadie en el mundo. Ansiaba esa fuerza inconcreta, por la excitación que le producían las drogas y que, en algún momento, también encontró en las letras que exaltaban los narcos y en los violines de los mariachi.
-Eres como sí me poseyese un poder delicioso, atrayente pero muy muy peligroso –decía con una sonrisa altiva.

En todos los casos, en todas las adicciones, le acontecía la satisfacción de sobrevolar la humanidad. Sentía poder, vivía el placer de destacar y dominar. Subiendo la escalera mecánica, cada vez más arriba, más despacio, pensó en lo extraordinario que sería decidir el destino de las personas que quedaban abajo, en el andén de los buses, menguando bajo su mirada. Cuánto le gustaría decidir, al azar, el lugar al que debían viajar, trazarles una ruta, imponerles el fin del trayecto. Tenía la convicción de ser capaz de ejercer ese poder en cualquier momento, cuando le diese la gana, pero, de momento, le bastaba con que el poder se convirtiese en desprecio. Que el desprecio se convirtiese en violencia.
—Fascista –le decían las amistades.

Ni se preguntaba que era aquello que le subía por las venas. Esa violencia a la que no sabía ponerle nombre, que era? Qué era ser fascista? Era ser superior, dominante, tener poder para ejercer cualquier autoridad, cualquier violencia? Y si lo era, que más le tenía? Lo cierto es que se consideraba una persona prepotente, eso no lo negaba, y no iba a disculparse por ser así. Era inteligente y libre, era quien de depurar las adicciones, de someterlas a un minucioso expurgo.

Pese a su inteligencia y el control, llegado por un momento la substancia que consumía, fuera cal fuera, no le bastaba para conseguir la sensación de superioridad, de dominio. A la sazón tenía que buscar algo nuevo. Aunque más que buscarla, siempre se le aparecía delante la nueva adicción.

Un día espabiló con la apremiante necesidad de tatuar un brazo. Se dirigió a un salón de tatuaje. El escaparate exhibía un gran corazón de espinas, toda clase de calaveras, letras de distintos alfabetos, rosas. Las letras no le gustaron, a saber lo que significarían. Se decidió por una serpiente que le iba a subir, enroscada, desde la muñeca hasta el codo. No le dolió tanto como pensaba, fue casi como pulir piel con una lija.

Con la serpiente tatuada, retornó la sensación de poder, recuperó la firmeza y la prepotencia. Cuando la serpiente dejó de hacer efecto, tatuó el inevitable corazón de la Virgen Dolorosa, después un escorpión, después una rosa de los vientos, después … Después se miró en el espejo y se percató de que ya no le quedaba piel que tatuar. Le gustó, y mucho, verse así. El problema era que comenzaba la caída vertiginosa en el síndrome de abstinencia.

Como todas las adicciones que le salían al paso, la escalera mecánica de la estación de buses se le apareció cuando menos lo esperaba. Se asombró al reconocer esa fuerza imprecisa, la energía vital que le subía por las venas a medida que avanzaba hacia el segundo piso. Incluso la serpiente que se le enroscaba en el brazo pareció cobrar vida. Retornaba el poder y crecía y creía a medida que subían las escaleras. Al llegar a lo alto se giró para ver los andenes desde esa altura. Con el poder, tan sutil y tan peligroso recuperado, despreció a toda aquella gente imbécil que esperaba los autobuses. Sonrió. Con la piel cubierta de tattoos, con El melate de Sergio Vega El Shaka marcando el ritmo, sonrió con toda la prepotencia, con todo el desprecio y con toda la soberbia de la que era capaz.

Texto y fotografías: Anxos Sumai.
Tattoos & Narco Corridos, Inédito, Compostela, diciembre de 2014
Fotografía: Salón de tatuaje Sagrado Corazón, Compostela, diciembre de 2014.