Un puñado de grosellas

GR1

El 5 de enero de 2011, en pleno verano austral, la viajera tomaba un té con sopaipillas en la casa de su amiga Xaviera. Era media tarde, se oían los pasos brillantes de un gato sobre el tejado de cinc y el viento traía desde la huerta aromas de menta y cilantro. La radio estaba encendida y, después de una canción de Marco Antonio Solís, un locutor informó de las movilizaciones contra la subida del gas en la provincia de Magallanes y la Antártida. Xaviera le pidió a la viajera que escuchase. El locutor anunciaba el principio de una huelga indefinida que se concretaría en algo muy molesto para el gobierno de Sebastián Piñera: cortar las escasas vías de comunicación y retener en Punta Arenas y Puerto Natales a las personas que estaban de paso haciendo turismo. A partir de ese día, a cientos y con ropas de goretex, se veían turistas caminando por las calles con una mezcla de desconcierto, furia y aturdimiento en los rostros.

La viajera, sin embargo, se sentía deliciosamente cautiva. Xaviera escribía artículos para algún periódico de Santiago, protegida por una fotografía de su admirado Antonio Soto Canalejas –El Gallego Soto- y por un cartel con el rostro de Julio Cortázar sobre la leyenda “Los hombres valen más que los sistemas”. De vez en cuando, llevaban comida a los piquetes de la carretera de Río Turbio, en la frontera argentina, y la viajera también aprovechaba para hacer visitas a las personas conocidas en estancias anteriores. Caminaba por las calles que bajaban desde la ladera del cerro Dorotea hasta el mar, flanqueada por casitas de colores. No sabía ni el nombre de las calles ni el número de los domicilios, pero no dudaba de que la casa de Artigas, filatélico y experto en ovnis, era de color lima y que Viviana atendía un cíber-locutorio con fachada rosa chicle. Ajena al creciente enfado turístico, compraba aguacates en el almacén de Fabián y conversaba con Ingeborth en su coiffure. Los días transcurrían dulces en la villa sitiada.

Pero una mañana -una mañana de cielo limpio, tan azul y tan limpio que nadie se sorprendería de que se reflejase en él el pueblo de colores- salió de casa de Xaviera y se fijó en una ventana. Estaba justo en la acera de enfrente, por la que caminaba muchas veces al día, en una casa con un reborde de cinc oxidado bajo el tejado. En la ventana había un cordero colgado de los pies, con el cuerpo despellejado. No le prestó demasiada atención hasta que advirtió que no estaba degollado. Tenía cabeza y la cabeza miraba fijamente a la viajera, con la lengua estrangulada entre los dientes y los ojos aterrorizados. Sintió un espanto súbito, el calambre del último latido del animal. Vio entonces, nítida, una imagen que le había descrito Xaviera una tarde que paseaban por la playa, cerca del matadero, cuando la viajera aun estaba impactada por los glaciares, los cisnes de cuello negro y el color azafrán de los guanacos. Le contó que en el tiempo de la matanza, cuando se sacrificaba a las ovejas, el mar se volvía rojo con tanta sangre. Vio claramente el mar de sangre y le latieron los cientos de miles de pequeños corazones de las ovejas muertas. Fueron, entonces, el horror y la inocencia una sola cosa.

A partir de ese momento comenzó otro viaje: en el pueblo sitiada, después del desayuno, salía a caminar y a mirar ventanas, dispuesta al espanto y a la sorpresa. Las ventanas eran como expositores de objetos usados que se vendían -zapatos del pie derecho, dinosaurios, uniformes militares, mesitas de living, maletas…-, pero para la viajera se convirtieron en una inquietante invitación a diluirse en la oscuridad de los interiores, a untarse con las substancias domésticas, a adormecer con el gas de las estufas encendidas. A veces entraba, porque alguien la invitaba a tomar un té o porque ella misma evocaba la vida de una anciana que mantenía en la ventana, paralizados, los adornos de una Navidad celebrada décadas antes. Todo el pueblo se le convirtió en incerteza y desconcierto. Los pasos de las turistas sitiadas, los guiños de ira o de rendición, sus voces en tantos idiomas distintos resonaban en las cimas nevadas y rebotaban en los colores vivos de las casitas.

Por las noches, la viajera salía a la huerta de Xaviera, olía la menta y el cilantro y digería los intensos viajes del día comiendo un puñado de grosellas tintas. Buscaba en el firmamento la Cruz del sur para que la guiase cuando, ya acostada, cerrae los ojos y durmiese asaltada por los pasos de los gatos en los techos de cinc.

Las estrellas y la explosión brillante de las grosellas en la boca, la visión del mar cubierto de sangre…, le latieron durante años como si llevase en el pecho los cientos de miles de corazones de los corderos sacrificados. Y con el tiempo, de todo ello, germinó literatura.

Texto y fotografía: Anxos Sumai.
“Unha presada de grosellas”, Sermos Galiza: Semanario, (2013)…
Fotografía: Casa de Puerto Montt (Chile), 2009.