Una docena de huevos

OVOR1

El silencio entre ellas era pura tensión. Era más odioso que una de las habituales discusiones que tenían cuando Minia pasaba el fin de semana en la aldea. El silencio comenzaba a crecer cuando una de las dos decía una palabra o una frase corta, insignificante, sin más intención que mostrar cierta amabilidad, un gesto de cortesía, un inútil intento de iniciar una conversación.

Una de ellas dijo: El fuego. La otra respondió: Hay suficiente fuego. Una dijo: Nunca hay suficiente fuego cuando se trata de asar un cordero. La otra respondió: Soy yo quien está asando el cordero, mamá.
Entonces la madre, ya anciana, pronunció la maldita frase:
—¿Pero que vas a asar tú si eres incapaz de pelar un huevo cocido?

Y así fue como el silencio ocupó toda la cocina. En este caso no fue la discusión, sino el silencio, tenso e irado. Con la boca torcida en un reproche y con esa mirada disconforme que tanto confundía a Minia, la madre cogió leña y la echó al fuego. Minia nunca supo interpretar correctamente los gestos de la madre, no acababa de entender la crispación que les producía el simple hecho de estar juntas, el roce venenoso que las azuzaba.

La olla con los huevos hervía en la cocina de leña. Minia calculó que ya deberían de estar cocidos, la cogió y la llevó al fregadero. Abrió el grifo y dejó caer un chorro de agua fría. Cuando cogió el primer huevo todavía quemaba pero, a pesar de todo, decidió pelarlo. Le arrancó un trocito de cáscara y, tal y como temía, la cáscara arrastró la clara. La madre la miraba, satisfecha de los errores de la hija. La miraba a la cara y después bajaba la vista al delantal de Minia, estampado con el cartel de la película Easy Rider. La expresión de la madre pasaba de la satisfacción al desconcierto.
—¿Ves como ni siquiera eres capaz de pelar un huevo duro?

El silencio crecía. Podría estallar súbitamente porque estaba atrapado en la cocina como si se tratase de una olla a presión. Minia deseó que en algún momento la anciana se desvaneciese, dejando solamente un hilo de humo que saldría por la chimenea. Incluso se le ocurrió que la cocina económica, inflamada con tanto fuego, estallaría y la casa desaparecería de la aldea, dejando también un rastro de humo en la colina sobre la que había sido edificada casi un siglo antes.

Minia volvió a mirar los huevos con impotencia. Se agitó, las harleys de Peter Fonda y Dennis Hopper se le desplazaron sobre el vientre. Sus rostros, tan obscenos en su arrogancia, se estampaban a la altura de los bolsillos. Una cara en cada bolsillo. Volvió a abrir el grifo para enfriar el silencio. Esta vez fue un chorro frío el que perforó el agua aún caliente de la olla. En la cocina económica, la leña crepitaba, el calor subía y subía pero Minia no se atrevía a abrir la ventana, porque si la abría la anciana protestaría.
La madre diría: Hace frío. Minia respondería: Hace demasiado calor, mamá. La madre diría: Nunca hay suficiente calor cuando se trata de asar un de cordero. Minia respondería: Soy yo quien está asando el cordero. Y la madre diría: ¿Pero que vas a asar tú si ni siquiera eres capaz de pelar un huevo duro?
Volverían al principio, atrapadas en el estúpido círculo de la obstinación.

Sería mejor no hacer nada, permanecer callada, observando los huevos con la cándida ilusión de que, de tanto mirarlos, se pelasen solos. Era una especie de broma cósmica, se torturaba Minia, una humillación degradante. Tantos años ejerciendo de cardióloga, reanimando corazones, para ser derrotada por una madre intratable y una docena de huevos cocidos. La anciana la apartó del fregadero, empujándola con el codo.
—Déjamelos a mi, que tú los rompes todos.

Minia retorcía, crispada, a Peter Fonda y Dennis Hopper en el momento en que la pequeña Erea entró en la cocina con una baraja en la mano. La anciana le sonrió con ternura. Erea cumplía diez años y celebraban uno de esos almuerzos de domingo tan frecuentes, y tan agotadores, que sólo eran una ficticia amalgama que mantenía la familia unida. Aunque fuese a base de silencios pegajosos y explosivos, siempre la familia unida. Los hermanos y las cuñadas, igual que Minia, venían de la ciudad en sus monovolúmenes con los niños y las niñas, con los perros y la ropa ridícula de quién pasea por la aldea como se fuese a escalar una montaña.
—Tía, cuando cumpla dieciocho años voy a comprar una moto como las de tu mandil y os llevo de viaje. Pero como solo tengo diez, voy a hacer un truco de magia.
—Erea, cariño, no es un buen momento.
—Venga, tía, coge una carta. Y tú, abuela, coge otra.
Retiraron sus cartas. Erea les pidió que las mirasen bien, que las memorizasen y las devolviesen a la baraja.
—No me gusta nada cuando discutís, pero aún me gusta menos cuando estáis tan calladas —Minia y la anciana se quedaron perplejas con la recriminación de la niña— ¿Qué estás haciendo, tía?
—¿Recuerdas que te prometí cocinar algo bonito para tu cumpleaños? Pues voy a hacer amanitas muscarias. ¿Sabes lo que es una amanita muscaria, verdad?
—Claro, las setas venenosas de los cuentos, las casitas de los enanos.
—Justo. Voy a hacerlas con huevos cocidos, tomates y mayonesa —mientras describía las amanitas se le pasó por la mente, como un relámpago, el veneno mortal, la ponzoña que destilaban.
—Que chulas, tía —Erea dejó la baraja sobre la mesa para mirar con disgusto los pocos huevos pelados, rotos— ¿Quieres que te ayude? Es que tú parece que no sabes pelarlos. Arreglas corazones pero eres un auténtico desastre.

La abuela sonrió, cínica, sin disimular la satisfacción. Erea remangó el jersey, desplazó a Minia presionando con el pulgar la cabeza de Peter Fonda. Gesticuló con desaprobación, moviendo el dedo índice de un lado a otro.
—Todavía están muy calientes, tía —observó tras tocar los huevos— No me estraña que se te peguen las claras. Lo que tienes que hacer es cocerlos con un poco de sal. Después, cuando estén cocidos, dejas que enfríen con calma, sin echarles agua fría encima como haces tú. Y, cuando estén fríos, los pelas.

Erea sacó los huevos de la olla, los colocó en un paño seco sobre la encimera y se puso de nuevo a barajar las cartas. Minia no recordaba la carta que había elegido, ni siquiera le interesaba el truco de magia de la niña. Una extraña sospecha fue creciendo en ella y miró a la anciana con desconfianza. Sin dejar de observarla, le preguntó a Erea:
—¿Y a ti quién te enseñó todo eso?
—Pues la abuela. ¿A ti no te enseñó la abuela a cocer los huevos?
—Pues no.

Minia volvió a mirar a la anciana que, inclinada, añadía más leña a la cocina. Cuando se levantó, advirtió la expresión de enojo de la hija. La anciana estaba colorada, quizás por el fuego, quizás porque sentía vergüenza o ira o lo que fuese.
—Así que era eso, mamá. Así que era eso. Nunca me enseñaste a cocer los huevos para tener algo que reprocharme siempre… —Minia golpeó con las palmas de la mano las caras de Peter Fonda y Dennis Hopper, pero no eran palmadas de ira, sino de derrota— ¡No me digas que llevamos toda la vida discutiendo por culpa de unos condenados huevos duros!

En el rostro encendido de la anciana, en los ojos ya lavados por la edad brilló un rastro de ternura. Quiso decir algo, separó los labios para hablar pero no habló. Quería decirle a la hija que si le hubiese enseñado a cocer huevos, seguramente no hubiese salido de la aldea. Quería decirle que la expulsó con las discusiones constantes, con esa hiriente insistencia en reñirle, en humillarla. Los enfrentamientos diarios habían animado a Minia a marchar, a independizarse, a trabajar, a estudiar más y más. Pero también a sentir la culpabilidad de la deserción que siempre revivía cuando regresaba a la aldea. Pero la anciana no dijo nada y, sin embargo, volvió a relampaguear en sus ojos ese brillo de afecto y orgullo que Minia ya no pudo ignorar. Ese relámpago transformó los reproches en ternura, la desconfianza en duda, el desamparo en complicidad. Ese relámpago las unió inesperadamente, como un imposible toque de magia. Y los actores de Easy Rider dejaron de ser maltratados por la crispación de Minia.

Las dos, Minia y la madre, cogieron un par de huevos y se aseguraron de que ya estaban bien fríos. Comenzaron a pelarlos. Erea se les unió.
—¿Qué, Erea? ¿Y el truco de magia?
Erea golpeó el huevo duro en el borde de la encimera. Fue un golpe suave, opaco.
—¿Es que no os parece suficiente la magia que hice hoy con vosotras?


Texto y fotografías: Anxos Sumai.
“Unha ducia de ovos”. Inédito, Santiago de Compostela (febreiro de 2015).
Fotografía: Amanita muscaria en un bosque de Orosa (outono de 2014).