Tacto

CR

Ocurrió hace algunos años, a principios de la década de 1980, más o menos. Íbamos a la iglesia todos los sábados a fregar el suelo, adornar el altar y aprender el catecismo. El cura nos mostraba los cuadros llenos de calaveras y de almas retorciéndose en el fuego eterno del infierno. Aquel sábado yo había estrenado un vestido de verano, de sisas, y me sentía casi una chica. Acababa de venirme la primera regla y soñaba con el momento en que habría de marchar de la aldea. Pero aquel hijo de puta consiguió convertirme en polvo.

Hubo un tiempo en que las niñas de la aldea corríamos a la iglesia los sábados por la tarde a adornar los altares, limpiar el polvo a los santos y fregar con lejía las losas del suelo. Era un tiempo agradable, sobre todo en primavera cuando podíamos correr libres, en busca de fresas debajo de las viñas y en los bordes de los caminos. O en el verano, cuando el cura nos regalaba una cesta de cerezas, dulces y lascivamente rojas y líquidas.

Era un tiempo hermoso, húmedo y placentero, en el que empezaban a asomar los pequeños pechos recientes y nos intimidaban los pelos furiosos que les nacían a las mujeres adultas en las axilas. Queríamos crecer e íbamos aprendiendo despacito, sobre todo con los pasos breves y tímidos que dábamos con las yemas de los dedos sobre la piel de nuestros compañeros de juego.

Debería recordar de aquel tiempo la humedad gozosa y el placer de un dedo tocando el mío, el contacto eléctrico de las rodillas desnudas de un niño con mis rodillas también desnudas. Pero no recuerdo eso, sino la aridez del polvo y las quemaduras de la lejía, que me secaron cualquier fluido que pudiese nacer de mi cuerpo.

Todavía hoy no puedo tocar a nadie: se me secan incluso los ojos, me convierto en cartón. Veo las cosas, las personas que puedo tocar como si fuesen blandas, suaves, de mantequilla o algo semejante, derrochando líquidos, pero sé que si las toco yo misma me quedaré sin agua en el cuerpo y entonces me dolerá incluso mirar. Todo será una repulsión continua, si toco. Tampoco soporto que me toquen: me convierto en una uva pasa, en un trozo de pan reseco y deshidratado. Aparto las manos de los demás porque las manos de los demás también me convertirán en cartón. Absorberán toda el agua de mi cuerpo, me dejarán muerta y quemada como las ánimas que nos mostraba el cura cuando no éramos dóciles, buenas y obedientes.

El cura no era un hombre como los que yo conocía. Se afeitaba todos los días y tenía la piel de la cara y de las manos suaves como las de un niño. Su boca era una especie de herida obscena abierta en la cara a base de pensamientos lascivos. Yo acababa de estrenar un vestido rojo que mi madre me había cosido para el verano. El cura se me acercó y me dijo que estaba muy guapa, que parecía ya una chica. Se colocó detrás de mí y recuerdo sus manos aplastándome los pechos, sus manos subiendo y bajando. Arriba y abajo. Despacito. Pegaba su boca a mi oreja y me decía “que bonito vestido llevas hoy”, pero más lento, como si estuviese haciendo un trabajo que requería un esfuerzo tan grande como cuando su dios creó el mundo.

Me lamía el pescuezo, metía sus manos -siempre despacito- por el escote del bonito vestido y se detenía, se detenía, se detenía sobre mis pechos pequeños que ni siquiera eran conscientes de que estaban allí. Y entonces, cuando llegó al bulto tierno de mis pezones recientes, los apretó y restregó su cuerpo contra mi espalda. Después me sentó en un banco, levantó la sotana y bajó la pretina del pantalón. Me tomó de la mano y la puso sobre su pene inflamado que semejaba carne cruda. Y yo sentía tanto asco y tanto miedo que decidí convertirme en polvo. En el polvo que barría cada sábado del suelo de la iglesia. En el polvo que dejaban los zapatos de la gente que debería cuidarnos. En el polvo que las polillas arrancaban a las viejas casullas con las que el cura se revestía para ofrendar a su dios.

Aquel día me regaló una gran cesta de cerezas y me hizo prometer que no se lo diría a nadie. Que si lo decía, iría al infierno, que ardería como aquellos cuerpos en combustión. Y no dije nada, porque entonces yo ya era madera y cartón. Como los santos que llenábamos de flores los sábados por la tarde.

Texto y fotografías: Anxos Sumai.
Texto: “Tacto”, en Fisuras no cotián: nove narradoras no relato da violencia, Catálogo de exposición comisariada por José Manuel Lens e Chus Martínez Domínguez (Compostela, Xunta de Galicia, 2016), p. 99
Fotografías: Portada: Casulas eclesiásticas no Pazo de Tor (marzo de 2015); Relato: Instalación de Christian Boltanski no parque de Bonaval para a exposición On the road (Compostela, agoste de 2014)