Ofelia


OfeliaR

Me puse un poncho de hilo rojo, con los bordes perfilados por una ancha línea negra. No recuerdo quien me lo había regalado, pero sí la sensación de que cuando lo ponía el mundo menguaba a mis pies. El poncho era tan hermoso, tan ligero, tan libre que me contagiaba su libertad y su liviana belleza flotante. Nunca había tenido nada que codiciara tanto y sólo hubo otra cosa que llegó a despertarme un deseo de posesión semejante al del poncho: una copia de la Ofelia muerta de Millais que me retaba desde el escaparate de un anticuario.

Casi todo lo relativo a mi comportamiento me importaba muy poco en esos primeros años universitarios. Hacía lo que quería y no admitía que me juzgasen ni me diesen consejos. Era mi proceso de aprendizaje, era mi busca, era el guiso que yo cocinaba y me irritaban las intromisiones ajenas. No me importaba nada lo que dijesen de mí por detenerme tantas veces delante de la tienda, no me importaba que el anticuario me mirase con desconfianza mientras yo miraba aturdida el cuadro de Millais. Era una copia pequeña, concentrada como una pastilla de caldo avecrén.

La primera vez me fascinó la humedad verde que se extendía por todo el escaparate. Me detuve para explorar el agua, el musgo, las esquinas escondidas entre la ensortijada vegetación. Después puse mi atención en las flores que flotaban coloridas y alegres como pequeños pájaros tropicales. Después fueron los pies ocultos debajo del lujoso traje, que esponjaba con la corriente del río y los últimos espasmos de la carne. Después fueron las manos de Ofelia justo en el momento de quedar dormidas; y el pecho, hinchado por la última inspiración. Y por fin, el cuello abandonado a la entrega, la boca entreabierta como esperando un beso y los ojos a punto de cerrarse para sentir más intensa la última caricia, la caricia de la muerte.

Todos los cadáveres que había visto hasta dar con Ofelia estaban pálidos y entregados a la pavorosa rigidez de los huesos y creo que nunca, hasta entonces, había pensado seriamente en la muerte. Ni siquiera en la adolescencia pensé en la muerte. Comencé a temerla cuando me entregué a mi primer amor adulto y no podía imaginar la eternidad separada de la espalda de la persona que amaba. Debió ser por esa época -cuando me enamoré y cuando encontré el cuadro de Ofelia- que comencé a entender que no hay amor sin muerte, que no hay nostalgia sin presencia. Debió ser por esa época cuando comencé a entender que las unidades no sólo se suman, sino que se fraccionan, que precisan contener al menos dos elementos para tener sentido. Y yo me sentía así, fraccionada: estudiaba hasta agotarme y me p asaba días sin ir a clase, admiraba la belleza de Ofelia pero también la agilidad de los ratones que corrían sobre los armarios de la cocina. Un día me llovía en el regazo y al siguiente se me abría un anticiclón en el hueco de las manos. No había, sin embargo, una especial tensión entre ser una o ser otra. Sólo había un dolor placentero como el que produce el lento proceso de crecer.

Leí todo lo que se había escrito sobre cualquier personaje que llevara el nombre de Ofelia. Me hice asidua de las bibliotecas, en las que encontré muchas reproducciones del cuadro de Millais entre las páginas de las historias de arte universal, pero ninguna tenía la consistencia húmeda del cuadro del anticuario, en ninguna se movían las flores como pájaros tropicales, en ninguna se le abría la boca con ese deseo obsceno de ser poseída por alguien, aunque ese alguien fuese la muerte. Un día, sin embargo, me asaltó desde dentro de un manual de pintura del siglo XIX una humedad verde y malvácea y, descansando en ella, encontré a mi Ofelia. Ocupaba una página entera y era necesario girar el libro para disfrutar de la horizontalidad del cuerpo y de la insistencia de la vegetación, y de la vida, en ser vertical. La robé, no pude evitarlo, aprovechando la seguridad que me daba vestir el poncho rojo para esconderla pegada al vientre.

Aún conservo hoy esa Ofelia. Está descolorida pero sigue ocupando un lugar destacado en mi habitación, enmarcada entre cuatro listones de madera barata. Cada vez que la miro vuelvo a sentir el placer de las cosas robadas mezclado con la culpabilidad de haberlas robado. Hace años que no me siento fraccionada. Hace años que dejé atrás al hombre sin el cuál no podía imaginar el futuro y no me morí por ello. Hace años que el poncho fermentó en el vertedero de basura y tiñó de rojo un trozo de tierra.

Hace años que la muerte me parece una absoluta estupidez. Ni hermosa ni triste, sólo estúpida.


Texto y fotografía: Anxos Sumai.
“Ofelia”, Perigosamente normais, Universidad de Santiago de Compostela, 2008.
Fotografía: Una rosa en el río Ulla, julio de 2014.